Doritos: cranch y dopamina

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Tengo un recuerdo nítido de la primera vez que subí de peso. Tenía once  años y era mi segunda vez en Santiago. No fue un aumento considerable, pero digamos que unos tres kilos. El motivo era sencillo, y se podía sugerir nada más viendo mi entusiasmo: todos los productos Evercrisp costaban la mitad de lo que costaban en Punta Arenas, mi ciudad natal. Solo $200 pesos cada uno. Me acuerdo que compraba de a dos o tres variedades y, apenas me llenaba los brazos con esas bolsas plásticas, hinchadas de aire, arrancaba las maratones.

Dividía el consumo para ciertas partes del día. Siempre que había que hacer un trayecto, moverse de un punto a otro, escogía el que no era ni tan rico ni tan malo. El más o menos. Pensando en mi gusto de ese entonces, supongo que casi siempre eran Ramitas. Doritos y Cheetos eran superiores. Reservados para otras oportunidades. Antes de llegar a mi destino, ya había dado fin al momento cúlmine: chuparme los dedos. Con dedicación y paciencia, hasta limpiar por completo las falanges. Como decía un amigo de ese entonces: «debieran vender aparte el polvo de los Doritos». Hoy me entero de algo que, aunque lógico, no pierde lo perturbador: el hecho de que sean comestibles, no los vuelve alimento.

Maíz nixtamalizado, glutamato monosódico, ácido cítrico, inosinato de sodio, y amarillo ocaso son algunos de los principales componentes de los Doritos. No es necesario saber de química para darse cuenta de que ninguna de esas cosas ha caído jamás de un árbol. Su sonoridad, de por sí, remite más a la tabla periódica que a un plato de comida. En efecto, así es. Aunque no por eso dejan de vender cinco mil millones de dólares al año, convirtiéndose en el segundo producto más vendido de la filial Frito-Lay, después de las clásicas papas fritas. Hoy, sigo preguntándome qué hay detrás de esas hojas de maíz, sospechosamente anaranjadas, que pese a los años, siguen provocándome deseos irreflexivos de chuparme los dedos.

En 1964 Archibald Clark West, vicepresidente de la Frito Company, probó los totopos mexicanos y quiso proponer una merienda, un nuevo snack, como alternativa a las papas fritas Lays. Un objetivo claro rondaba la cabeza del publicista: queso y jalapeño. Su sabor latino debía extremarse y reformular su presentación: un grosor más fino de los que había probado, y con puntas circulares. En 1966, dos años después del perfeccionamiento de la «receta», los Doritos salieron a la venta. Se consolidaron rápido como un éxito comercial. El señor West, orgulloso del invento que había entregado al mundo, pidió antes de morir que su tumba no tuviera flores, sino Doritos.

En Chile, Frito-Lay es distribuido y elaborado por Evercrisp. Bajo la dirección de PepsiCo, los snacks llegan prácticamente a todo el país. Suelen colgar de ganchos, se acumulan sobre pequeños anaqueles de fierro con los logos de las marcas, o simplemente juntan polvo en las vitrinas, esperando a que una mano ansiosa los saque y los abra. No sé por qué, pero me generan una sensación de omnipresencia. Siento que daría igual si estuviera en Santiago Centro o Guadalao. Los almacenes tendrían sus bodegas rebalsadas con bolsas de Doritos. Como si, además de estar en todos lados, también hubiesen estado siempre. Como si muchos hitos de mi vida hubiesen tenido un cranch de fondo. 

Pero esa sensación de felicidad al abrir una bolsa, la ansiedad por chuparme los dedos anaranjados y brillantes, o la impresión de haber escuchado el crujir en momentos inverosímiles, no es necesariamente un triunfo de la publicidad ni de la calidad del producto. Es, más bien, un invento químico calculado a la perfección. Howard Moskowitz, un investigador afanado por la comida y los estudios de mercado, hizo un descubrimiento que definió su carrera: el llamado bliss point, o cumbre de la felicidad. En su estudio, pensado en un principio para darle comida alta en calorías a los militares, y que pudiese conservarse con facilidad sin tener que ser refrigerada, Moskowitz concluía que la mezcla de azúcar, sal y grasa proporciona una excesiva liberación de dopamina. Eso explica que cada vez que me sumerjo en el incesante cranch de los chips de queso, estoy bajo los efectos de un neurotransmisor altamente placentero. Aunque suene ilógico, es normal sentir mayor hambre al terminar el sobre que al abrirlo. Esos snacks no aportan ningún nutriente. Por eso pobreza y sobrepeso. Por eso un tercio de la población gringa sufre de obesidad y desnutrición en un solo cuerpo. 

Ahora pienso en un cadáver rodeado por nutrientes vacíos, montones de paquetes de Doritos bajo tierra. El olor a queso perfora el ataúd, el rostro, las manos del señor West en descomposición. Los chips siguen intactos, apenas han sufrido el paso del tiempo. Perdura su color anaranjado, y vistos desde abajo, parecen estrellas fulgurando entre la tierra. Su invento no solo lo hizo rico, además lo protegió de las larvas.

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

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