Sobre ser mañoso

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La infancia es la edad en que el resto te dice qué eres. Sin ningún indicador ni coordenada respecto a cómo situarse en la sociedad, el infante es sujeto de una serie de asignaciones. Se le asigna un género, un rol en la familia, un lugar en la casa, horarios, colores, gustos. A medida que las asignaciones se van acumulando y entretejiendo, en medio de esa maraña de imposiciones, empieza a aflorar, primero con las expresiones no verbales y luego con el lenguaje, lo que llamamos una personalidad. Luego de ser sometido a una serie de asignaciones externas, se supone que el infante empieza a generar sus propias características, que lo comienzan a distinguir y alejar del genérico. Al mismo tiempo, el infante deja de ser el infante ideal y comienza a ser su propia copia defectuosa. Revelado contra las asignaciones, se niega a ponerse la ropa asignada, a cumplir su rol en la familia, a relegarse a su lugar en la casa, a conformarse a los horarios, colores y gustos impuestos. Es, más o menos en ese momento en que el infante puede ganarse algunos apelativos definitorios, que quedan incrustados a su nombre y van trazando los límites externos de lo que los adultos esperan de su conducta. Uno de esos apelativos posibles, es el de mañoso.

La maña alimenticia inquieta y ofende, no solo a los padres, sino a la sociedad entera. El destino del mañoso no está solo marcado por las limitaciones culinarias, sino también por la vergüenza y la reprobación del resto: rechazar el alimento es un pecado, una falla de carácter grave, y sobre todo, una señal de inaptitud para la supervivencia. El niño mañoso es visto como mal criado, y los padres lo saben y les angustia. Comienza entonces una lucha contra el mañoso que se basa en premisas totalmente erróneas. Primero, que la maña es una elección: el mañoso elige serlo, se niega a las experiencias y a los sabores. Segundo, que la maña es mental: se debe a un estado interior de predisposición negativa o de prejuicio ante ciertos alimentos. Tercero, que la maña se quita con acostumbramiento, con terapia de shock: si se fuerza al mañoso, una y otra vez, a comer, aunque sea pequeñas cucharadas, del alimento mañoseado, eventualmente se acostumbrará y le gustará.
La violenta batalla campal contra la maña, con sus armas de castigo, detención forzada, negociaciones y demases, solo logran convertir el ritual del almuerzo en un momento desagradable y traumático, en la hora del día que el mañoso más teme. Esto se debe al gran malentendido: la maña no es mental, no es una decisión del mañoso, es corporal e inevitable. El reflejo de la arcada aparece para indicarselo a los padres, ¿cómo podría el infante mañoso voluntariamente hacer una arcada? El mismo infante no comprende, desearía no tener la maña, hace el esfuerzo, temeroso, de acercarse la cucharada a la boca. Ese miedo está ahí porque sabe que al final de ese esfuerzo solo puede esperarlo la desagradable arcada, y los rostros de indignación de los padres, las recriminaciones sociales con la eterna comparación de los niños muriendo de hambre en África, la sensación del infante de estar fallando en una de las tareas básicas y fundamentales de la supervivencia, que además para el resto parece tan fácil.

En un punto de mi propia infancia, las estrategias de mis padres para enfrentarse a la mañosería fallaban una tras otra. La regla no te paras de la mesa hasta haberte comido todo, me llevó a desarrollar un estado meditativo casi zen. Vacíos los platos de todos menos el mío, mis padres y hermanos se paraban de la mesa y me dejaban sentado, solo con mi plato (o mi crimen). Mis padres se iban a dormir la siesta, y yo me quedaba sentado a la mesa por dos razones: por un lado el miedo a un castigo superior de no cumplir con ese castigo, por otro lado por una convicción moral, como forma de protesta política, de que la única forma de anular el castigo era cumpliéndolo sin chistar. Con la casa completa en silencio (exceptuando los ronquidos del papá), un plato hondo de estofado de pescado frío frente a mí, mi mente salía de mi cuerpo y encontraba todas la entretenciones posibles de la disociación. Eventualmente, quizás horas después, mi mamá o mi papá aparecían, me permitían levantarme de la mesa a condición de que el estofado sería guardado para la once, donde, después de refrigerado durante la tarde y recalentado, se comería. Esto, por supuesto, no pasaba. Una estrategia posterior era el castigo de mandarme a acostar si no vaciaba el plato. Mi contraestrategia fue preguntar qué había de almuerzo, y si preveía una posible maña, irme a acostar antes de almuerzo.

Pero ciertas prohibiciones y castigos no vienen de afuera. Ya consciente de mi condición de mañoso, durante los primeros años del colegio, inventaba excusas para rechazar las invitaciones a almorzar de las amistades del curso. La posibilidad de comer la comida de otra casa, de enfrentarme a ese mismo ritual sádico del almuerzo frente a otra familia era imposibilitante. Nada de quedarse a dormir ni irse de vacaciones con familias de amigas y amigos. Una vez, en la casa de un amigo, al cuidado de su hermano mayor, comí unos tallarines que estaban buenísimos. Esto después de haber pasado la noche nervioso y asustado porque sabía que al día siguiente tenía que almorzar y no sabía qué iba a suceder. En el peor de mis escenarios mentales, no podía disimular la arcada y la familia ajena me miraba como un bicho raro. Rechazar comida ofende, y siempre entendí por qué. Botar comida es una de las blasfemias más profundas, es destinar el larguísimo proceso productivo que sostiene la vida moderna al basurero. Y es, sobre todo, quitarle imaginariamente la comida de la boca a un otro hambriento. ¿Pero qué podía hacer yo con la arcada? ¿Qué remedio había contra el rechazo corporal de las texturas grumosas, los sabores agridulces, las sensaciones viscosas? 

Se de otros mañosos que vivían la maña de modos completamente distintos. Recuerdo a dos primos mañosos cuya mamá no obligaba a comer alimentos para ellos indeseables, sino que consentía con una dotación vitalicia de papas fritas, arroces, pollos asados y bistecs. Ahora comprendo que esto significaba también una dependencia, que ellos también estaban condenados a rechazar invitaciones a almorzar, pero con la diferencia de que no conocían el ritual sádico de la alimentación forzada y de los castigos de sobremesa. A las reuniones familiares sus padres llegaban con almuerzos especiales para ellos, preparados de antemano, mientras yo luchaba por contener la arcada ante la familia entera, o deconstruía un plato separando las arvejas, la cebolla caramelizada, los champiñones y el pollo, uno por uno, granito por granito, hasta poder comer sólo lo que mi cuerpo admitía.

Con el paso de los años la arcada fue desapareciendo mágicamente, sin la intervención de ningún factor externo. El cuerpo fue olvidando, aceptando, acumulando las hambres de los años de universidad, aumentando de a poco la lista de alimentos tolerados. La arcada se fue, pero fui bautizado mañoso, y la maña constituía mi carácter. El miedo y la vergüenza de que la arcada regresara, en el peor momento posible, quizás en un almuerzo en la casa de los suegros, o en una salida con los compañeros de trabajo, se quedarían conmigo como una advertencia. La sensación de incomprensión, de ineptitud, acechan cada instancia social alimentaria, aunque ahora, la vida adulta me dota de maneras de decidir y controlar lo que como en gran parte de los casos. La maña hizo latente la disociación entre el Yo y el Cuerpo. Por mucho que el Yo quisiera, el Cuerpo no iba a poder. Desde chico supe que hay que negociar con el cuerpo, oírlo, y desoír al Yo, o traicionarlo. Pero sobre todo, que en ningún caso son la misma cosa, ni una cosa servil a la otra, sino más bien dos competidores tirando de una cuerda.

Un gran alivio fue encontrarme con una película que pasaría a ser mi favorita, quizás la única película sobre la maña en un sentido profundo. El rayo verde (1986) de Rohmer, sobre una parisina, Delphine, que tenía planeada unas vacaciones en su pareja pero su pareja termina con ella. Es verano, está deprimida y sabe que tiene que hacer algo. Acepta ir de vacaciones con la familia de una amiga, pero no se halla, no logra relajarse ni pasarla bien. El resto no comprende por qué, ella parece estar avergonzada por su propia imposibilidad: queriendo disfrutar, su cuerpo, afectado por la pena, se lo niega. En un momento la invitan a navegar, y dice que le encanta el mar, pero que los botes la marean y prefiere no ir. Una de las escenas de la película transcurre en un almuerzo familiar al aire libre. La familia de la amiga de Delphine la interroga sobre su vegetarianismo, y ella intenta explicarlo sin mucha claridad. Dice que es por intuición que come así, que le gusta sentirse liviana, que le desagrada el sabor y la textura. Luego la conversación tomará otros rumbos hacia la consciencia animal, pero primero está el cuerpo. El resto de la familia la escucha, mientras siguen comiendo carne, por momentos ríen respetuosamente, pero en el fondo, parecieran preguntarse por qué Delphine se hace más problemas de los que necesita. Quizás es aún más fácil para ellos (y para nosotros) comprender los argumentos políticos, ecológicos, espirituales, que las intuiciones del cuerpo. Pero las intuiciones del cuerpo, como la arcada, siempre vienen primero. Por otra parte, lo que un cuerpo intuye es para sí, no para el resto de los cuerpos. Cuando Delphine dice que prefiere comer de forma más natural, y le piden que aclare a qué se refiere, explica que no se refiere a lo natural en términos ideológicos, sino en una sensación, en “cómo le sienta al cuerpo”. La maña de Delphine es más profunda y misteriosa que la sola maña alimenticia, el mundo entero es su alimento indeseado. Ella quiere querer, pero no puede.

No existe una maña orgullosa o alegre. La maña es una tensión entre necesidad, vergüenza y arcada. La maña es construida socialmente, el mañoso no sabe que lo es hasta que se lo dicen. El mañoso es un inadaptado. 

Sentado en la mesa de los hombres, como a menudo pasaba con los primos en las reuniones familiares, notaba como la presión social contra la maña se radicalizaba. Dentro de un entorno de hombres, donde el comer mucho, el comer rápido, el comer cualquier cosa y repetirse el plato son indicadores de masculinidad, el ser selectivo, cuidadoso o moderado, son considerados defectos o debilidades. El mañoso eventualmente se queda solo en la mesa, con un plato frío, mientras los demás salen corriendo a jugar.

Inevitablemente, el ego del mañoso carga con las culpas y los juicios, la blasfemia de rechazar o desperdiciar comida, el ser tachado de problemático o complicado, la ansiedad social en el ritual del almuerzo, todo a costas de una intuición inexplicable de un cuerpo que rechaza arbitrariamente ciertas texturas y sabores.

Tal vez al fondo de toda memoria animal está la imagen, que muchos hemos visto entre los mamíferos, de la cría más pequeña y frágil de la camada, la que por alguna razón misteriosa se niega a comer y es apartada por su propia madre para morir en su incapacidad de alimentarse. Cómo no temer entonces a la maña, la intuición de un cuerpo que se niega al alimento.

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

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