Estoy en mi peak, cabron!
—Bad Bunny
No puedo creer
Un punky con gel
—Tronic
1. El vino aquí es más rico que la chucha
Recuerdo que mis primeros años de universidad, a mis compañeros y a mí nos decían: «cuando lean un texto, siempre pregúntense quién dice lo que se dice, y qué contexto permitió que dijera eso». A eso le llamaban pensamiento crítico, una habilidad que todos anhelaban, como la hoy bien ponderada proactividad. Ese fue el ramo que reprobé dos veces. Ambas me pregunté cuál era mi error. Quizás era conformista o demasiado tonto. Reprobar ese ramo te ponía en la vereda de los enemigos, y desde ahí me posiciono hoy para cometer un pecado al confesar.
Soy un millenial latino y creo que estoy cansado de Bad Bunny.
Quiero aclarar que no soy un metalero insoportable de trece años, no escucho la Radio Futuro. No creo haber nacido en la época equivocada, ni tampoco soy fan de Los Beatles. A mí también me gustó Bad Bunny, y mucho. Lo vi en vivo cuando visitó Chile en 2019. Esa vez que vino a desmitificarse o, más bien, a corroborar todo lo que ya se había dicho después de esa presentación en el Festival de Viña. La que dejó el recuerdo de una conferencia de prensa en que su nombre artístico estaba mal escrito. Le habían puesto Bud Bunny, como a una Budweiser.
Bad Bunny había sacado su primer álbum, el exitoso X 100pre, considerado por la prensa musical como un hito insólito del género que acostumbra a los singles prontos a expirar, pensados con la duración de una temporada de veraneantes, singles hijos de la tecnología y con la obsolescencia programada de la misma.
Bad Bunny había venido antes. Se había vuelto famoso luego de dar un concierto el 2017 en Espacio Broadway, que terminó en una balacera con doce heridos. Ese concierto despertó una ola de clasismo y moralina de los chilenos de esa época, fans de Pearl Jam que ardian en vitores cada vez que un artista de la talla de Eddie Veder elogiaba el vino nacional, o cantaban al unísono «olé, olé, olé, olé, Chile, Chile» si es que algun vocalista flameaba la bandera, que ahora se pinta de negro o se cuelga al revés.
Después de ese concierto alguien lo propuso para el Festival Frontera. Esto, dicen, provocó la cancelación del evento por la escasa venta de entradas. Bad Bunny, a los ojos del conservador país de la eterna post dictadura, cantaba mal, era grosero y tenía aires de delincuente.
Recuerdo que la gente se reía cuando les decía que yo escuchaba trap. Había llegado al género de casualidad, en un concierto de un odiado piño de raperos llamados Zonora Point. Recuerdo que al final del evento, que se celebraba en la discoteque Subterráneo de Providencia, los raperos James Manuel y Camileazy anunciaron, de una manera raramente solemne, que la presentación estaba terminando. Pero nos pidieron que nos quedáramos, porque habían invitado a una banda que se presentaría apenas ellos se bajaran del escenario. Nos dijeron que esa banda era Nación Triizy y que, a su juicio, estaban haciendo la música del futuro. Esa música se llamaba trap. De repente se encendieron las luces y entraron cinco tipos en patines electricos cantando, en una violenta pista de tres por cuatro, una apología a Italo Nolli, un supuesto ex mercenario de Vietnam que había asesinado a dos funcionarios de la PDI. Nunca había visto algo así.
Llegar desde ese punto a Bad Bunny parecía ser un curso lógico, considerando que sus primeras canciones en masificarse o viralizarse tenían un contenido lírico bastante distinto al que acostumbra hoy, dando pie en esa época a letras menos románticas y con una carga más violenta. Así conocí a Benito MartÍnez, lo vi atravesar una mansión en un video, usando un terno amarillo y cargando un cinturón de campeón de lucha libre mientras, enérgico y desafiante, gritaba «Chambea, ¡jala! Cabrón, ya no te quedan bala’».
2. ¿Quién le robó el sombrero al profesor?
Había terminado una larga relación. Bebía solo en un bar en Bellavista en el que un amigo garzoneaba. Estaba en la barra tomando tristemente, y repitiendo como un mantra mi historia de amor, que se veía interrumpida cada vez que mi amigo me decía «voy y vuelvo», y procedía con su labor de atender mesas, dándole pausa y suspenso al relato. Recuerdo ver la hora esa calurosa noche de marzo, pagar la cuenta y salir corriendo por Pío Nono bordeando las ofertas «falopita, falopita».
Bordeé el río en bicicleta para ver a Bad Bunny en el Festival de Viña y me desmayé, ebrio, escuchando Si estuviésemos juntos, y el trap triste era yo. Había una conexión con ese sonido. Yo era el Siempre triste del que hablaba Gianluca en esta tragedia tropical de la que se coronó rey, hasta que lo funaron.
Ese uno de marzo quedó claro tanto el éxito de Bad Bunny como el fracaso de Bonco Quiñongo. El trap era la nueva subjetividad de la nación. Nos habíamos aburrido de la pedagogía. Nos habíamos cansado del rap consciente. De los sermones catedráticos de la obviedad abajista. De música escrita para la federación de estudiantes de universidades privadas y militantes de Revolución Democrática (¿cómo se hace una revolución democrática? el Che revisa la urna y grita al ejército guerrillero «chicos, guarden los fusiles»).
Portavoz gritaba en Lollapalooza «Traje rap para que tomen… para que tomen conciencia», alegando que presentarse en el evento ABC1, en que a Ana Tijoux le habían gritado «cara de nana», no le quitaba coherencia a su propuesta. Él ya no era el sostén de subjetividad para una generación que crecía en la zona sur, ni para nadie en realidad. «Tengo mente pa’ estudiar/ pero es que me gusta lo malo», escribió Pablo Chill-E, y permitió identidad a quienes crecían en el margen del modelo. Quienes se negaban a doblegarse ante el rap consciente, a formar parte de escuelas populares. Nacía un sonido peligroso, que llevaba consigo una apología a la droga y al narcotráfico, que permitía salirse de la creación de subjetividad llena de consciencia de clase que ofrecía el rap chileno de la época. Negarse a hacerla propia.
La conformación de un sonido peligroso se consolidó cuando prohibieron el narco corrido en Sinaloa. Reconocieron el impacto cultural y homologaron el acordeón a una bomba nuclear de las conciencias. En Chile se emitió el reportaje televisivo Narcocultura. En él, jóvenes de dieciséis años confesaron a cara descubierta, ante la televisión, recibir pagos millonarios por cantar sus escasas y recientes composiciones en los funerales de los cabecillas de la delincuencia periférica. Son artistas, son estrellas del indie.
Pablo Chill-E se declaró en prensa un nuevo Victor Jara y, en paralelo, DrefQuila se catalogó como una competencia directa de Bad Bunny, quien, como una estrella grunge, se mostraba abrumado por la fama y comenzaba con la constante amenaza tarantiniana de dar fin a su carrera. Aunque no hizo más que contradecir su temprana promesa con el lanzamiento del aclamado YHLQMDLG, disco que lanzó en un cassette limitado, como ejercicio de retromania, en que el género más efímero de la historia, en términos de casi no pisar el formato físico, tomó la forma de un fetichizado formato en desuso. Este disco contaba con la presencia de Pablo Chill-E y el argentino Duki. Narrativas del margen que comenzaban a participar de la masificación, considerando que el formar parte de ese ejercicio implica un reencuadre ideológico, que permita que el contenido sea vendible. Ajustarse a las reglas del juego. Aunque eso no necesariamente contemple filtrar el ejercicio de resistencia al sistema económico o ideológico que se propone. Eso es lo interesante de este ejercicio. En un análisis previo, realizado por Mark Fisher en torno al hip hop en su libro Realismo Capitalista, Fisher plantea una idea que luego será reiterativa en su obra. El capitalismo tardío logra comercializar sus propias resistencias. Logra vender sencillos y películas que critiquen duramente el racismo, el patriarcado o el capitalismo salvaje, y hacer parecer a ese ejercicio comercial un espacio donde el consumidor anhele a una rentable rebelión controlada e inofensiva.
En YHLQMDLG Bad Bunny lanzó su sencillo Yo perreo Sola, cuyo coro es cantado por una voz femenina, la cantante Nesi, que no aparece en los créditos. En el video musical se ve a Benito Martínez realizando un ejercicio de transformismo, doblando la voz femenina frente a un cartel de neón que dice «Ni Una Menos». El single fue uno de los mejores posicionados en los rankings argentinos y chilenos, países que años atrás habían congregado las marchas más grandes en su historia en torno a la conmemoración del 8 de marzo, luego de años de cifras en alza de feminicidios. El mercado piensa «todo es cancha».
3. Lean los números pa’ que se eduquen
Recuerdo encontrarme en Estados Unidos durante jornadas de protestas bajo la consigna Black Lives Matter y ver como Adidas lanzaba su línea Equality, mientras que las tiendas de ropa enfocadas en el público femenino colgaban poleras con la frase FEMINIST en las vitrinas. Aquello que la persistentemente errada interpretación liberal llamó marxismo cultural, parece tener más relación con la oferta del mercado de elementos que permitan construir subjetividades con el rótulo de disidencia, pero siempre en el marco controlado del ejercicio de consumo.
Los primeros actos de comercialización no tardaron en llegar al género. Tanto en la escena local en que los cuatro exponentes más influyentes en su vertiente masiva: Gianluca, Princesa Alba, Ceaese y Paloma Mami, una especie de Club Disney del Trap chileno se tomaban una fotografía, que actualmente podría caer en la categoría de lo icónico, en que se les ve juntos por primera vez. «No creo que puedan con esta foto» escribió la princesa al subir a Instagram la imagen en que ellos posaban en el lanzamiento de la colección H&Moschino. Una prometedora colaboración entre Moschino y H&M, el mismo año en que H&M fue acusada mundialmente de racismo por promocionar un poleron con la frase Coolest Monkey in the Jungle, modelada por un niño afrodescendiente, y dos años antes de que fuese demandada en Chile por su sindicato, a raíz de prácticas ilegítimas contra los derechos de los trabajadores y hostigamiento en la búsqueda de acuerdos.
El mismo año de la demanda a H&M, Bad Bunny lanzó su propio modelo en la marca de zapatos plásticos Crocs, que a esas alturas habían alcanzado el estatus de meme. La propuesta de Bad Bunny eran Crocs blancos y con botones que brillan en la oscuridad adornando los característicos agujeros del zapato. Por increíble que parezca, la opinión popular sobre Crocs cambió de la noche a la mañana, logrando que Bad Bunny agotase la edición en menos de doce horas, aun cuando costaban unos considerables sesenta dólares, cifra que no ha dejado de aumentar. Al consultar el valor en Mercado Libre durante la redacción de este texto, los pude encontrar, en promedio, a unos ciento veinte mil pesos chilenos.
En la conferencia de prensa de este lanzamiento durante Septiembre del 2020, que se coronaba como el año más complejo del nuevo milenio a raíz del Coronavirus, Bad Bunny dijo «Creo en ser sincero y en no ponerme limitaciones, que también es algo que representa Crocs, y este es el mensaje que siempre quiero asegurarme de enviar a mis fans».
Ese mismo año, y luego de lanzar un insólito disco de B- sides, Bad Bunny, en el que parecía ser su mejor momento en términos productivos, nos ofreció su aparente último disco con el pandémico y apocalíptico título de El último tour del mundo.
Este disco muestra evidentes cambios en el contenido lírico respecto a los orígenes del artista, quien luego de ubicar YHLQMDLG en el el segundo puesto del Billboard y ganar el premio a compositor del año según la ASCAP, dice estar cansado de quienes le piden volver a la música que hacía hace diez años. Dice haber cambiado, crecido.
Y es que canciones como Chambea, más allá de no existir en las nuevas producciones del artista, parecen ser renegadas por las nuevas, cuyas letras evidencian una alineación más cercana a la figura de la estrella de rock convencional que al artista que narra la vida marginal y violenta de una juventud latino y centroamericana.
Canciones de este último disco, como Maldita pobreza, dan cuenta de que para masificar el género este tuvo que dejar de narrar el margen, dejar de ofrecer nueva subjetividad y comprometerse con el proyecto nación del modelo dominante. En esta parece proyectar al joven de Chambea, que se burlaba del cabrón sin balas que lo intentó matar mientras ostentaba una mansión en una muerte temprana como advertencia del mal camino. La letra es enfática en esto y habla por sí sola «Me despedí de los AK y de los accesorios/ Ey, me mataron como a 2Pac y a Notorious/ Pero mi novia llegó en un Ferrari al velorio».
Otra muestra clara de este compromiso con el status quo es la nueva narrativa del winner, que en este disco alcanza niveles impensados. El artista de música urbana que antes conformaba piños y se apropiaba de territorios en la lógica de East Coast y West Coast, hoy es un lobo solitario que compite con todo aquello que se le asemeje, al grado de dar la sensación de despotricar contra rivales ficticios.
Aquello que denunció Chystemc en La pronoia del Sun Joke fú con sus certeros versos «Si en cada frase tu mensaje/ es que todos los otros no tienen mensaje/ ¿cuál es el mensaje?». Como fenómeno del género rap, que ha quedado en evidencia en la proliferación de las batallas de gallos como uno de los aspectos más masificados de la cultura popular, y que también vimos en carreras como las de René Residente, quien abandonó la narrativa sobre la reivindicación indigenista y la unificación de latinoamérica para dedicarse a lanzar tiraderas a cada artista de Puerto Rico que osara hablar mal de él en una entrevista. Este vicio no quedó ajeno al trap, quien bien lo encarnó en la figura de Bad Bunny cuando, en canciones como Booker T, nos deja claro que hoy nos mira de arriba y de lejos, que ganó todos los premios sin siquiera ir a las premiaciones, y que fue el disco más vendido del año pasado.
Estos gestos son reiterativos y explícitos. En uno de sus videos más recientes para el single Hoy Cobré, lo vemos en un montaje codeándose con Snopp Dogg, quien encarna al dueño de una exclusiva tienda de ropa, y despide a un guardia que intenta impedirle a Benito fumar en el lugar. Él, indignado y en un acto de prepotencia patronal, le recrimina que el gasta la funda (que compra) en la tienda a diario. Luego le lanza humo en la cara y se burla de su desgracia. El empleado es despedido. Gana el winner con plata. Corte. Sigamos bailando.
4. Todo lo que tú me pidas, cuando tú me digas, cuando, cuando tú me digas
Pienso en los supuestos cambios que vive Chile, mientras en paralelo todo gira en torno a Bad Bunny. Pienso en cómo el mercado siempre logra encaminar el deseo desde la fantasía de identidad hacia el consumo de los objetos.
Recuerdo con nostalgia ese concierto de Nación Triizy, esa época en que el trap era un under más cerca de Sinaloa que de las listenings parties de Bad Bunny en que se han convertido nuestros eventos sociales.
En Chile, el destino de los ídolos es impredecible: invitan al Zafrada y al Ñiño Poeta a los estelares, y les prometen una película coestelarizada. Toman a la tía Paty y la invitan a militar al Partido Republicano.
El espacio de la contracultura siempre pierde la batalla. El retail crea una colección de ropa grunge. Ripley estampa el hashtag ni una menos en una polera. El vodka Absolut sube a Ariel Levy al bus de una marcha Pride. Ariel Levy, quien ahora comparte con Benito la pasión por la lucha libre.
Busco «bad bunny wwe» en Youtube. Veo a un luchador romperle a Benito una guitarra en la espalda. Sé que hay una metáfora. Pero no sé cuál es.
Recuerdo, en un desvelo infantil, haber visto un capítulo de la adaptación chilena de la serie Los Simuladores en el que el personaje de Bastián Bodenhöfer, siempre muy formal, era increpado por un metalero estereotipado con pelo largo y polera de Kreator. Bodenhöfer, ahora candidato a la Convención Constituyente, lo confrontaba diciéndole lo ridículo que es sentirse rebelde por comprar poleras producidas en masa con ímpetu por el mercado con estampados agresivos a dieciséis lucas. Le sugiere que el llevar la contra, a veces, toma formas menos evidentes. Le aconseja vestir un traje a medida comprado a un sastre y olvidarse de las multinacionales y las inflamables poleras hechas en Vietnam. Al cierre del capítulo un plano mostraba al chico con el pelo tomado y vestido de punta en blanco. ¿O acaso era un terno amarillo?