Habitaciones, parte uno

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230
Centro Turístico CLA, La Serena.

La 230 es de una perfección aplastante. 16 metros cuadrados, que incluyen dos camas de una plaza, un baño en suite y una terraza con vista privilegiada al mar, los jardines y piscina de frijol. No hay ni una mancha. Ni una sola. Las paredes blancas parecen no haber recibido nunca un pie, ni una mano, ni mucho menos el rayón casual de algún niño o un descuidado pasajero. Pasajero es una buena palabra para referirse a quienes habitan aquí. Pareciera no haber habido nunca nadie. No se encuentra, por más que se busque, un pelo travieso agazapado en alguna esquina, ni una marca de labial en los vasos del baño. No hay absolutamente nada que indique quiénes fueron los que estuvieron antes. Si eran hombre, mujeres o niños. Qué edades tenían. Si acaso les gustaba pasear o preferían quedarse mirando la televisión por cable en la Samsung de última generación puesta en el centro de la habitación, justo entre cama y cama. Las paredes, aparentemente sordas, no guardan registro de gritos, risas, peleas o gemidos. Ni las cortinas, ni las suaves páginas blancas.

La luz entra de lleno en las mañanas e ilumina los cubre pies calipso que adornan el blanco profundo de la habitación. La simetría y la armonía de cada detalle en ella no dejan nada al azar. La posición de lámparas, la luz tenue del baño, e incluso el sonido del extractor de aire, generan una atmósfera nebulosa, llena de entre sueños, alivios y siestas extendidas. No hay nada en este espacio que rompa con la neutralidad de una fotografía en Trivago, ni con los ánimos despojados de una experiencia de Instagram. Las mucamas, como en cualquier hotel, pasan como fantasmas de lo prolijo haciendo que no quede huella incluso de uno mismo.

La simetría se rompe, sin embargo, con la petición de una cuna. De pronto el espacio perfectamente calculado para dos se vuelve casi insoportable cuando son tres. El clóset no da abasto para pantalones, camisas, shorts, bodies y pañales. El medio metro de espacio ágil entre cama y cama se convierte, de pronto, en 10 centímetros que casi no dejan entrar una pierna. Se atascan entre movimientos torpes los intentos de organización. Se chocan los pasajeros actuales. Se miran enfadados. Se gritan instrucciones ininteligibles que tratan de llegar a tiempo a la cena de las 13:00, o al tour de las 16:00. La cuna, no apta para colecho, no admite guaguas que no duerman solas. Se vuelve indispensable hacer dormir al niño en los brazos y bajarlo con un suave movimiento a lo que parece ser una profundidad infinita. Obvio que la sensación de caída lo despierta. Obvio que tiene que dormir apretado en las camas de una plaza con riesgo de caída.

La postal se quiebra porque no es cierta. El tono intermedio y agudo de lo tangible, como el llanto de un niño, no cabe en este paraíso construido. Hay, entonces, algo que no termina de cuajar. Un descanso ilusorio, la falta de cocina y de autonomía. Todo conjuga para formar realidades transitorias, como quienes las habitan. Espejismos de uno mismo. Un escape. Nada que deje huella. Nada que marque. Aquí no se puede habitar.

*

Av. El Parrón S/N
La Cisterna, Santiago

En la habitación de la casona de la Av. el Parrón, todo parece ser imaginario. El espacio de aproximadamente 9 metros cuadrados se divide entre una cama que jamás ha sido hecha y una biblioteca construida a punta de libros ajenos, robos de feria de libro, robos de amigos, préstamos interminables y ediciones de fotocopiadora independiente porteña. Todo lo que allí sucede, sucede entre el espacio imaginario que hay de la cama a la biblioteca y viceversa. Quién habita aquí es a todas luces un escritor, o al menos, alguien que aspira a serlo. Sumida en la más profunda oscuridad, la habitación, a pesar de tener un gran ventanal que da a una pequeña terraza, tiene un aspecto nocturno permanente. El aire viscoso de fumador frenético casi se puede masticar, y en la radio antigua se oye sin cesar el sonido del jazz experimental, el rock setentero y el grunge. Hay rastros de gente por todas partes: botellas de vino, colillas de cigarros, papeles y papelillos desparramados. No conozco sus nombres, pero puedo adivinar sus cuerpos traposos, sus ademanes histriónicos, sus dientes amarillos y sus risas descompuestas. Pareciera que en este espacio hay una fiesta interminable. Personas o fantasmas de personas amontonados por las noches esperando la próxima cachita dispersa, el cigarrillo común, la música casera. Gente que es todo y nada al mismo tiempo. Que circulan con un aire de familiaridad por un terreno que no es de ellos. Una pieza que acoge a los desterrados, o más bien, a los que creen serlo, aun cuando nadie los ha echado de ningún lado. Gente ajena al tiempo y a los estragos del transporte público matutino, pues sus mañanas se las pasan durmiendo en el sillón, en la cama o en el suelo, para volver a despertar en su propia fiesta. No hay mañanas aquí. Hay quizás tardes que pretenden serlo. 

En la terraza, sin embargo, la imagen es distinta. Con una vista privilegiada al ante jardín donde un gran parrón le da fruta y sombra, pareciera ser el único lugar de descanso. Una silla instalada en el borde derecho da cuenta de un observador paciente. Es como si la silla estuviese apernada al suelo. Alrededor de las patas se juntan motas de polvo que se interrumpen solamente con las marcas de los pies. Es, al parecer, el lugar donde reposan los pensamientos. A un costado de la silla, una mesita de café con tres libretas. Se entiende que quién se sienta en esa silla, se sienta a mirar, a leer y a escribir, con el afán propio de quién busca y no encuentra. Este es el único lugar diurno de toda la habitación y, a pesar de estar afuera, es también el más íntimo. La fiesta se termina en la terraza. El umbral de lo cotidiano se arma en torno al fierro fundido de la baranda. Este es lugar desde donde se espía al afuerino. El lugar donde se da rienda suelta a los espíritus convertidos en uvas, jirafas, o canciones coreanas de amor. Se abandona aquí lo especial para dar paso a la cursilería del cliché, que de todas maneras es más real que lo anterior. La terraza, es entonces el terreno de lo material y concreto, en donde el humano y el escritor conviven en la más perfecta armonía. Desde aquí no se puede esquivar el llamado de la abuela por más cebollas para el almacén, y, por el contrario, se esquiva perfectamente el chiflido de la chica de la barricada para continuar la fiesta. En este lugar hay espacio. El suficiente para armar una tienda de campaña en el sitio entre la mesa y la silla de lector, y desde ahí construirse una familia, una esposa e hijos. Soñar despierto con una vida de granjero, con tangos nocturnos despacito para que no despierte el niño, y un andar de la mano como dos bobalicones que no tienen nada que probar. 

El único problema es que, para salir de la terraza al mundo, hay que pasar primero por la habitación.

*

Dpto 152
Edificio Rapsodia, calle quinta, Viña del mar.

El living- comedor es un espacio en mutación. En treinta metros cuadrados se distribuyen, a la izquierda, un sillón de cuerina restaurado con tela gruesa de dos cuerpos que fue donado hace más de 10 años por una familia que se mudó a España; dos sitiales de madera oscura con detalles de tejido en paja obtenidas en una venta de bodega; una mesa de centro pequeña y oscura; una poltrona verde herencia de familia de tres generaciones; y una mesa esquinera de vidrio con tres fotografías, un rosario y tres velas puestas como un pequeño altar para los que no están. A la derecha el comedor de vidrio con base de madera para seis personas, y en la esquina un bar de madera clara con espejos y entallados de madera en las paredes donde se guardan los licores de la casa, que son tantos como los que se alcancen a almacenar.  

La decoración está llena de detalles y colecciones: fotografías antiguas, materos; figuritas de arcilla o cerámica representando músicos o bailarines; tazas de café orientales; jarrones de cerámica pintados en colores crema y azules de Pomaire; teteras y cafeteras metálicas de todas las épocas; botellitas de vidrio azulado; dos radios de madera antiguas; un reloj; plantas silvestres de todo tipo que, puestas en los bordes, parecieran enmarcar cualquier escena que aquí se desarrolle. La habitación barroca, da la impresión de que con el tiempo se hubiese construido el espacio sobre los escombros y, sin embargo, la armonía en que conjugan todas las edades, las imágenes, y las épocas es de una belleza absoluta. Con un detenimiento obsesivo, las colecciones están organizadas no solamente para decorar, sino que además para dar una palestra a cada quien haya formado parte de su construcción. Se podría decir, entonces, que no sólo se trata de un mero acto decorativo, sino que más bien de atesorar y de guardar cosas en el espacio y en la memoria. Todo esto iluminado por siete largos metros de ventanal que cubren la pared del fondo del departamento y que iluminan hasta las motas de polvo que se acumula en las esquinas, o las manchas de lluvia seca en el ventanal. 

Tan acogedor es el lugar, que pareciera ser el lugar predilecto de todo bicho o ser vivo que pase por aquí. La primera irrupción cobra la forma de una jaula grande y blanca puesta entre el sillón y el comedor. Ahí duermen y comen dos pájaros ninfa que el resto del tiempo se la pasan volando entre los cuadros colgados en las paredes y el techo del bar de madera. Luego diarios en el piso, puestos para proteger el parquet del perro Shih tzu de ocho meses que todavía no aprende a ir al baño. Finalmente, los autos de juguete regados por el piso, los bloques de lego y una silla de comer celeste Infanti puesta justo entre el comedor y el bar, echan luces de la hija y el nieto que, entre tanto acontecimiento han llegado a buscar refugio y abrigo, como quien vuelve al vientre materno. 

Por todas partes hay señales de que quienes habitan aquí todavía se están intentando acomodar a las circunstancias. En el piso se ven las marcas de uñas que dejó el perro en alguno de sus intentos de cazar a los pájaros que, acostumbrados a una soledad previa, se pasean libres y sin miedo por todos los rincones del departamento. En los cuadros las marcas de los picos de los pájaros que buscan cualquier material que sirva para limarse o para construir un nido que, de seguro, no será instalado dentro de la jaula vacía, sino que más bien entre las plantas de la esquina o en el techo falso del bar. Colgadas de las sillas, las sábanas utilizadas para construir un fuerte, botellas plásticas y pelotas para jugar al boliche. Sobre el mesón, todo lo que alcanza a guardar el bolsillo de un jean que cuelga sobre la silla del comedor. En la alfombra, las manchas de vino y cerveza de tantas, tantísimas noches de risas y juegos familiares.

Sin miedo se puede decir que todo el que pasa por aquí se queda o se quiere quedar. Incluso los caracoles que habitan las plantas exteriores o las gaviotas que miran curiosas desde el tejado del edificio del frente a la espera de alguna oportunidad para entrar a robar algún resto, de comida, de calor o de cariño.  

El 152 es a todas luces el lugar más saturado que he visto. Un espacio repleto, lleno de vida. 

*

2 comentarios en “Habitaciones, parte uno”

  1. El relato 152 me pareció un hermoso relato plagado de detalles que adentran al lector en un mundo fascinante de adornos y embelecos que hacen de este lugar una casa acogedora y cálida llena de cariño y fantasía.
    Felicito a la autora por lograr rescatar del fondo de nuestros corazones, emociones contenidas de tiempos de felicidad vividos por cada uno.
    Muchas gracias

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Habitaciones, parte uno

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2 comentarios en “Habitaciones, parte uno”

  1. El relato 152 me pareció un hermoso relato plagado de detalles que adentran al lector en un mundo fascinante de adornos y embelecos que hacen de este lugar una casa acogedora y cálida llena de cariño y fantasía.
    Felicito a la autora por lograr rescatar del fondo de nuestros corazones, emociones contenidas de tiempos de felicidad vividos por cada uno.
    Muchas gracias

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