¿Qué pasó con el limbo?
Entrevista con el padre Federico Sicomoro
Publicada en Il Miracolo Settimanale, agosto 2019
Traducción de Diego Soto
Hace ya doce años, el Vaticano promulgó una reforma fundamental pero poco comentada. Por acuerdo de la Comisión Teológica Pontifical y el Papa, se ha decidido que el limbo no existe. El lugar intermedio entre el infierno y el cielo, al cual iban a parar ciertas almas hasta el año 2007, fue considerado injustificable teológicamente por los expertos en la doctrina católica del siglo XXI.
A partir de ese momento, el Vaticano intentó desviar el asunto, desligarse lo más posible de la antigua doctrina. Los expertos de la Comisión señalan que nunca hubo realmente una determinación oficial de que existiera tal lugar, y sus explicaciones respecto del porqué poco claras. El limbo desapareció precipitadamente, y se intentó borrar de la faz del mundo espiritual.
Un padre de una pequeña localidad costera dice conocer la causa verdadera. Su nombre es Federico Sicomoro, y tiene 68 años. Su currículum es breve: ha sido padre de la misma capilla desde los setenta, cuando recién cumplía la mayoría de edad.
«El limbo se fundó principalmente por causa de un vacío legal, era una solución provisoria, en eso tiene razón la Comisión».
La voz del padre Sicomoro es suave, y tiene una forma de hablar muy pausada, aunque no logra esconder cierta severidad. Su sotana es gris por el desgaste, y su alzacuello, por cierta acumulación de suciedad, también es gris. Tiene su escritorio junto a la ventana de su oficina, desde la cual se ve un muelle pesquero de piedra blanca. A esta hora es imposible mirar hacia afuera: el sol del mediodía rebota en la piedra del muelle como un reflector.
«El limbo cumplía fundamentalmente dos objetivos. El primero tuvo que ver con la pregunta sobre a dónde fueron, al morir, las almas de quienes partieron antes de la resurrección de Cristo, ya que fue su sacrificio el que hizo posible la salvación. Hay que entender que la salvación es solo para quienes conocen a Cristo y eligen, conscientemente, creer en él. Al mismo tiempo, la condena es para aquellos que pudieron conocer a Cristo pero lo rechazaron. Esto nos lleva a la segunda pregunta, ¿a dónde van quienes nunca tuvieron la oportunidad de conocer a Cristo?».
El padre Sicomoro abre un cajón de su escritorio, toma un rollo de papel y lo estira sobre la mesa. Nos dice que hizo un diagrama del limbo. Al ver que el papel está completamente en blanco, pero con una rosa de los vientos en una esquina, no sabemos si reír o tomarlo en serio.
«La solución fue crear un lugar de espera, o más bien, utilizar un lugar ya existente. Los testimonios de quienes habían estado cerca de la muerte fueron de mucha ayuda, ya que todos señalaban haber visto una especie de túnel que los llevaba hacia una luz blanca. Ese blanco es el limbo, y lo cierto es que no tiene tiempo. En él, el tiempo se comprime tanto que se convierte en un flashazo. Por ejemplo, una mujer africana del siglo II antes de Cristo que obró bien durante su vida, al morir, pasaría por el limbo, en lo que para ella sería un destello de segundos, pero la llevaría 200 años en el futuro al momento mismo de la Resurrección, en el cual se abrieron las, otrora selladas, puertas del cielo».
El padre se pone de pie y toma un resto de tiza, se voltea hacia un pizarrón verde y comienza a trazar unos gráficos poco comprensibles.
«Muchos creyeron en su momento que se trataba de una discusión inútil: si el limbo es solo un destello de luz, más vale que no existiera. La solución parecía demasiado fácil, al menos esa era la sensación entre los clérigos de la época, pero la gente lo acató. Hay que pensar que esto fue muchos siglos antes de Einstein, pero sugería una lógica que la teoría de la relatividad logró confirmar. El limbo era similar a los Agujeros de gusano de Einstein».
Los lugareños no comentan sobre las extrañas ideas de Sicomoro, o parecen no conocerlas. El pueblo costero donde está su capilla se llena de turistas romanos en verano, y los únicos asistentes a sus misas son las familias de algunos pescadores de mayor edad.
«El limbo era perfectamente válido y útil. Concordaba con las teorías científicas que más se han acercado a la comprensión del Diseño Divino, y sin él, la doctrina tiene una serie de fallas. Esta actualización del sistema teológico produce contradicciones que afectarán el funcionamiento de la ley divina, pero no es la primera vez que eso sucede. El Vaticano ha administrado la ley hasta su corrupción, sin comprender las lógicas internas de lo que está en juego».
El padre nos pide que lo acompañemos afuera. Rodeamos la capilla y nos encontramos a unos metros del muelle blanco. El sol cae en ángulo recto y nos refugiamos apoyándonos en la pared de la capilla, aprovechando unos diez centímetros de sombra. Quedamos enceguecidos por el reflejo de la piedra y, entrecerrando los ojos, vemos al padre sacar un cigarrillo y encenderlo.
«El Vaticano eliminó el limbo porque era mala publicidad. Hubo algo que, quienes lo implementaron, no comprendían sobre la psicología humana: la idea de caer en el limbo era mucho más angustiante que la de ir al infierno. El limbo era lo indeterminado, en cambio el infierno era conocido, los pintores lo representaban y los escritores lo describían. Además, el infierno no era tan distinto a la vida en la tierra y el cielo era inimaginable».
Un hombre cincuentón de piel tostada pasa frente a la capilla en bicicleta y saluda al padre desde la distancia, pero este parece no notarlo.
«Cada vez hay más niños no bautizados, y la mayoría de la gente no es creyente, pero tampoco obra mal. A causa de esto, el limbo se estaba sobrepoblando. Imagíneselo como una carretera con un embotellamiento infinito. Todas eran personas que obraron bien, o incluso, en el caso de los niños, que no alcanzaron a obrar mal o bien. El limbo estaba angustiando a los indecisos, muchos de los cuales se inclinaron por cometer uno que otro pecado importante para asegurarse un puesto en el infierno».
La argumentación del padre Sicomoro, en un comienzo una defensa férrea de la existencia del limbo, se estaba complicando, ¿cómo hacer para desembotellar el limbo?
«Si el limbo se llena innecesariamente, es por causa de otro error de programación del Vaticano, su mala interpretación del pecado original. Ahí está el secreto detrás de esta mala administración de la ley. La poca comprensión del carácter de la concupiscencia».
La concupiscencia, en nuestra teología, son los impulsos humanos surgidos a partir del pecado original, es decir, la primera desobediencia de Adán y Eva. Siempre están presentes y el cristiano debe luchar contra ellos.
«La raíz latina de la concupiscencia es el cupere, el desear. La moral cristiana conservadora ha limitado ese deseo a la expresión del deseo sexual. Pero lo cierto es que el Vaticano no quiere admitir la cercanía de la doctrina verdadera con las ideas de oriente. El ser humano manifiesta el pecado original la primera vez que desea algo. Desde ese momento debe obrar bien o mal para demostrar su capacidad de gestionar el deseo. Pero antes de eso, es salvo, porque no ha manifestado su deseo en lenguaje».
El padre, de vuelta en su asiento junto a la ventana, no entrecierra los ojos cuando mira hacia el muelle. Años de mirar por esa ventana le han hecho inmune al reflejo solar.
«No se trata de impulsos, sino de deseo consciente y activo. El infante que tiene el impulso de comer, llorar o aferrarse a la piel materna, no está deseando aún. El primer deseo es el deseo de hablar».
Sicomoro se queda un segundo en silencio, el perro de un turista ladra desde el muelle. Obviando esa disrupción, el silencio de la oficina nos permite escuchar el crujido de la madera.
«Este deseo no es natural, sino implantado por la cultura. Aquel que enseña a un niño a hablar, le está incitando a la manifestación del pecado original, que es el lenguaje. Cabe recordar que el pecado original fue comer el fruto de un árbol, y si bien la cultura occidental se ha obsesionado por la figura del fruto, hay que saber de qué árbol se trataba: el del conocimiento del bien y el mal. No se trata solo de la capacidad de discernir, sino del hecho de alimentarse con los conceptos de bien y mal, palabras que alejan a la experiencia humana de la experiencia verdadera, es decir, que expulsan a Adán y Eva del paraíso».
Antes de despedirnos y escoltarnos a la puerta de la capilla, el padre Sicomoro baja el tono y susurra la conclusión de su argumento.
«Esto la iglesia lo sabe, y lo oculta con artimañas teológicas. Si el Vaticano lo admitiera, debería abocarse a la construcción de una sociedad completamente salva, y esa sociedad sería una carente de lenguaje. Sin lenguaje se acaban las escuelas, las cárceles y las iglesias. También desaparecen las carreteras, la bolsa de comercio, la televisión. Si el Vaticano está tan preocupado por la salvación y la vida eterna, debiese instaurar un desmantelamiento, no solo de la Iglesia misma, sino del elemento de la civilización occidental que nos vuelve pecadores, el lenguaje, y lo que nos vuelve enjuiciados, el conocimiento de la palabra».
«Sin lenguaje, el mundo entero se convierte en un lugar sagrado».
Previo a la publicación de esta entrevista, hemos enviado un email al padre con el artículo para su aprobación, pero no recibimos respuesta alguna. La decisión ha sido publicar la entrevista, llamando al lector a considerar los alarmantes postulados del padre con cautela.